viernes, 9 de septiembre de 2011

Edmundo López Bonilla: LAS VERDADES DE PEROGRULLO


LAS VERDADES DE PEROGRULLO

Edmundo López Bonilla

“Cuanto mayor es el conocimiento inherente a una  cosa, más grande es el amor”, nos dice Pracelso. Y antes: “Quien no conoce nada, no ama nada”. En referencia a la lectura llana, ¿cómo podemos amar algo que en una fase de nuestra vida se hizo pesada? Cuando empezamos el aprendizaje de la lectura, somos literalmente: “un niño con un juguete nuevo” y tratamos de darle uso cuantas ocasiones sea posible. En esa época, amamos lo que leemos…, pero, la adquisición del conocimiento nos mete en el molde escolar con sus lecturas por obligación y “el juguete”  va perdiendo brillo.
Si se medita tratando de hallar las razones de la falta de lectores, se llega a la conclusión de que se está de acuerdo con George Steiner y los conceptos vertidos en su artículo: “Una carta de amor a la lectura” (Letras libres, junio 2001), donde analiza la relación del hombre con el libro y la lectura, y atribuye a la falta de tiempo, el decrecimiento de lectores: “En gran medida, ya no se disfruta de las condiciones socioeconómicas que rodeaban al acto de leer —Erasmo, Montaigne, Jefferson en sus bibliotecas privadas—, o se dispone de esas facilidades únicamente en el mundo artificial de la academia. El silencio, las artes de la concentración y de la memorización, el lujo del tiempo del que depende la “elevada lectura” han desaparecido casi por completo”.
Esto no quiere decir que el presente artículo, este en desacuerdo con las razones asentadas la semana pasada, donde se atribuye (entre otros factores) el problema a la televisión. Al contrario, la televisión, y los novísimos aparatos de comunicación son tan absorbentes que ha creado una falta ficticia de tiempo, que se une al tiempo gastado en acudir al trabajo o a los centros de estudios y que ha agravado la falta real de este bien tan necesario para el descanso y el esparcimiento.
Hasta aquí solamente me he referido a la lectura y el conocimiento. Todo este prolegómeno —que espero no se juzgue excesivo— tratando de contestar a María del Rayo García, que en su réplica, entre otras cosas,  reclama porque hace una semana no me referí “al placer de la lectura”.         
Es ahí donde la frase de Paracelso: “Quien no conoce nada, no ama nada”, encuentra plena justificación. El sistema educativo —a pesar de las  evidencias o por siniestro descuido: las dos posibilidades reprobables— dejó que el hábito de la lectura se perdiera y es lamentable que tenga la solución en sus manos y no sepa cómo hacer para rescatar lectores y menos encuentre estrategias para formar “amantes de la lectura”.
Se ama el juego por placentero y quien ama la literatura llega al estado lúdico porque no ha perdido la capacidad de asombro y guardadas las distancias disfruta tanto de los hallazgos literarios atesorados en los acervos de todas las épocas, como disfrutó antes con  el emocionante juego de ir descifrando las innumerables  combinaciones de letras que forman las palabras.
Se tiene el conocimiento, cuando sobre un asunto no hay misterio. Por desgracia, para muchísima gente, el vocabulario está lleno de misterios. La apreciación y el goce de un texto literario, estriba en que la asociación de palabras sea comprendida a plenitud; que se entienda que las metáforas únicamente “establecen una identidad entre dos términos y emplean uno con el significado del otro”; y el lenguaje literario, como el lenguaje coloquial que usamos cotidianamente, está lleno de metáforas, de eufemismos. 
  Es desalentador descubrir, por ejemplo, que después de una lectura de no más de una cuartilla y media, ante estudiantes de bachillerato, no falten  dos o tres de ellos que afirmen que no entendieron el texto. Y a la pregunta de por qué, contesten que perdieron la ilación desde que hubo una palabra o más, que les son desconocidas; por lo tanto esa lectura contendrá su dosis de misterio, que se sumará al prejuicio generado por la pereza mental: ese lastre hace pensar que la lectura es aburrida.
¿Quién define las lecturas placenteras? ¿Dónde esta el catálogo que las enumera? Al ser la lectura un acto personal, cada quien encontrara los motivos del placer. Pero acaso no yerre al decir que el lector gozoso, es quien comprende el lenguaje y para él las palabras “…Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío...”, “…como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalo de la ola…” —en palabras de Pablo Neruda— y encuentra en un escrito, este brillo, ese bullir, esa sensación de hallazgo que lo deja pleno del alma; anhelante de volver a leer, no importa que el autor no goce de la fama.
Pero la lectura, aun siendo placentera, siempre nos confrontará con nosotros mismos. Y ese es un inconveniente, hoy que estamos en medio de una vorágine de mal epicureísmo, donde únicamente es válido lo que se obtiene con poco, o sin esfuerzo. Y para la obtención de ese algo se vale todo. Pero se olvida de que el  mismo Epicuro  dijo que el placer verdadero no es el de los sentidos sino el cultivo del espíritu  y la práctica de la virtud”. Este postulado parece contradecir todo el alegato anterior. No obstante, a pesar de que la lectura es un placer de los sentidos, por medio de ella llegamos (al) cultivo del espíritu, y la literatura, al ser la búsqueda de la condición humana, quizá nos lleve a la práctica de la virtud”.
¿Por qué la lectura nos hará confrontarnos con nosotros mismos? Recurro al artículo firmado por Iván Ríos Rascón “Lectores infrecuentes”, publicado el 2 de junio de 2002 en La Jornada, donde el articulista cita a George Steiner: “En cada libro hay una apuesta contra el olvido, una postura contra el silencio que sólo puede ganarse cuando el libro vuelva a abrirse (aunque, en contraste con el hombre, el libro puede esperar siglos el azar de la resurrección). (…) En pocas palabras —dice Iván Ríos Rascón— el lector infrecuente es aquel que desde que abre un libro no sólo se lanza al vacío del texto sin paracaídas, sino en el viaje vertical por las páginas que lee comienza a debatir, dudar, increpar, negar, apostillar, servir o rivalizar con las ideas que lo mismo pueden enriquecer, estrechar o devastar su universo cognitivo (…) —por lo tanto ese lector— no es un prosélito incondicional de la imaginación o del pensamiento ajenos, sino el discípulo o el juez del contenido intelectual de una obra (…). (No entiendo por qué George Steiner llama “lector infrecuente” al sujeto de su texto, si por lo que dice, se infiere un lector atento y avezado).
Esa multiplicad de acciones que desencadena cada lectura, es lo que a mucha gente le parece intimidante, quizá porque lo coloca, más que en la posición de discípulo, en la de juez, que viene siendo un remanente del dilema planteado por la instrucción escolar por medio de los exámenes que ponen la etiqueta de “sabes” o “no sabes”.  
También está el asunto de los gustos, las sensibilidades. Todo texto de ficción resulta subjetivo, y por su naturaleza, cada individuo, al hacer la lectura encontrará significados acordes a su modo de ser y sus preferencias. Los lectores habituados, encontrarán por ejemplo, que un crítico encomia novelas que a ellos les parecieron insulsas o detestables; que en una antología de poemas, o de cuentos, no figuran los textos que a ellos les  emocionaron tanto, que los han leído una y otra vez, únicamente por el placer siempre renovado que dan las relecturas.
Por lo tanto este placer que no tiene nada de contemplativo, sino al contrario, es un activo ejercicio intelectual, debería proponerse como un juego y perderle el miedo a las palabras raras, que en los buenos textos casi no existen, y tomarlo como un juego al que es necesario dedicarle minutos, horas, que nunca será tiempo perdido. Tiempo que debe quitarse al entretenimiento vacío de los  distractores actuales. Quien atienda esta sugerencia será cada vez más rico, cada vez tolerante.
Los libros son objetos latentes. De nuestra voluntad depende que tornen a la vida, para que sus autores, aún desaparecidos hace mucho tiempo, vuelvan a platicar con nosotros.
Francisco de Quevedo (1580-1645) preso por las intrigas que lo acusaban como traidor, por su amistad con encumbrados personajes franceses, dedicó a su amigo y editor, José Antonio González Salas, el bello soneto que resume la belleza de la lectura y el amor al conocimiento:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos.
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la  vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Isoef!, docta la emprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudio nos mejoran.

8-9 de septiembre de 2011   

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