Trespatines se llamaba
Para mis
padres, que hubieran podido ser cubanos
Aunque de pila su alter ego que
compraba cascos de guayaba en el mercado y echaba tragos de ron en el Floridita
llevaba primero Leopoldo y Fernández después. Pero el dulce villano que fue
Trespatines fue José y Candelario, y anduvo a salto de mata para
concitar la carcajada de quienes le escuchábamos tan cínico y tan cándido a una,
sacándole bulto al largo brazo de la justicia que solía cebarse con él, víctima
propicia de sí mismo, de sus propias burdas trácalas y las de una anciana
cabrona y astuta, su mamita, su Nina, a la que no sé por qué, pero
siempre vestí en el imaginario con cabellera blanca recogida en chongo y largas
polleras negras, de peto, llevando antiparras con cadeneta. Vivían los dos en un
mundo sin imágenes que desmintieran la imaginación de sus oyentes; un mundo de
sonidos, de tardes o mediodías al lado de la radio, a veces todavía de madera y
a veces ya de transistor…
Vivían Trespatines y su
elusiva mamita de escardar los ahorros al prójimo, de chingarse al incauto
gallego tacaño y socarrón, de esquilmar a la gorda rijosa que hablaba a gritos y
acusaba siempre “al sinvergüenza de Trespatines” del robo del pollo,
del melón, de la bicicleta. Yo escuchaba alelado aquellos pleitos de juzgado en
1969, dando bandazos dentro del auto. Mi abuelo combinaba con maestría los
volantazos en el viaducto, las mentadas de madre de codos para afuera y su risa
cómplice del sinvergüenza que le hacía guiños desde la radio: en su imaginación
iba corriendo con él por las callejuelas de la Habana vieja y no por los
carriles de alta del viaducto; trotaba bajo ceibas y laureles por El Vedado y
no, como en realidad hacía, peleando por un sitio entre taxis y camiones en las
vías ya escleróticas de la gran Tenochtitlán. La tremenda corte era un
tradicional remanso de buen humor en el tráfago diario. La reproducía en México
la XEW que luego fue la hidra Televisa.
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En la ingrata dimensión del mundo
real, Trespatines tenía curiosas relaciones con sus compañeros de
tribunal. Su cotidiana, injuriosa acusadora en este lado del espejo se llamó
Mimí Cal y estuvo casada con Fernández. Se divorciaron pero siguieron dando vida
a sus personajes, y las alusiones metatextuales a su vida marital siempre
enriquecieron el libreto. La némesis de Trespatines, el recto y severo
juez, fue su amigo de toda la vida, Aníbal de Mar, con quien también hizo pareja
en El show de Pototo y Filomeno, de gran éxito en Cuba en la década de
1950.
La tremenda corte, escrita
como tal y producida enteramente por un gallego migrado en habanero, Castor
Vispo, fue el programa más longevo de la radio en Iberoamérica, y se produjo
desde 1941 hasta 1962. Vispo se quedaría en Cuba, pero la mayor parte del elenco
se mudó a Miami.
Con el tiempo, Fernández intentaría
proseguir con La tremenda…, pero las retransmisiones del original en
República Dominicana, Florida, México o Costa Rica entorpecerían aquellos
primeros intentos. La televisión en cambio fue un espejismo fatal. Nunca pudo
La tremenda corte dar el salto de la radio a la pantalla con éxito.
Hubo varios conatos encabezados por el mismo Fernández; Trespatines
apareció a cuadro, enjuto, ensombrerado y enfundado en trajes que literalmente
le quedaban grandes. Aparecieron breves temporadas producidas en Miami y México
de La tremenda corte, primero desde Monterrey y después desde Ciudad de
México –sin Mimí y después también sin Aníbal, y nunca hubo reemplazos dignos;
en México Luis Manuel Pelayo intentó suplir al gallego bruto y retobón,
Rudesindo Caldeiro y Escobiña, originalmente interpretado por Adolfo Otero, con
su Félix Amargo, pero nunca alcanzó los niveles de comicidad y frescura del
primero. Vendrían luego otros proyectos donde se intentó rescatar a José
Candelario, como los de la peruana Panamericana Televisión y los lanzamientos de
El guardia Trespatines y luego también desde Lima, ya
rayando los años setenta, con la decadente y desconocida Trespatines
en su salsa.
Hoy la radio es otra cosa harto
menos grata y la mayor parte de su programación naufraga entre el chisme vulgar,
el reguetón, la banda norteña y el pop huero. Con todo y sus millones de watts
de potencia y sus sintonías electrónicas y sus filtros computarizados, no es ni
la sombra de lo que fue aquella, la de libretos sagaces, locutores de
prosapia y actores de cepa. Allá nos quedan, desde años perdidos, sus
entrañables personajes, su blanca picardía y una nostalgia que a veces vuelve,
como ahora, diría Trespatines, “al encomincipio, señol jué”.
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