domingo, 18 de septiembre de 2011

Edmundo López Bonilla: LAS VERDADES DE PEROGRULLO (27)


¡Viva México cabrones! ¡La revolución no ha terminado!


LAS VERDADES DE PEROGRULLO



Edmundo López Bonilla



La contemplación del desfile militar de esta mañana en el Zócalo de la ciudad de México, me hizo meditar en cómo el poder presente de apropia de hechos pasados para su fasto y gloria; cómo el día 16 de septiembre se ha convertido en una conmemoración que usan para sus propios fines, la presidencia de la República, el ejército y la marina. Convirtiéndolos en otro Día del Presidente que el sentir popular endilgó al 1° de septiembre de cada año, y que hoy por razones personales del presidente en turno, se trasladó para el día siguiente con salvas de aplausos semejantes a las de antaño y el mismo endiosamiento; otro Día del Ejército que según las efemérides y el decreto se celebra formalmente el 19 de febrero; otro Día de la Marina que por las mismas premisas, tiene su fiesta el 1° de junio; otro Día de la Armada que tiene su homenaje el día 23 de noviembre y hasta otro Día de la Fuerza Aérea Mexicana que recibe honores el 5 de febrero.

Este escrúpulo, es porque fue precisamente contra un ejército de línea que el pueblo luchó, derramó su sangre, mató y murió. El Ejército de la Nueva España se formó a partir de 1761, con el fin de rechazar los ataques de los piratas que asolaban impunemente los puertos del país. Se trató de crear una verdadera milicia profesional en sustitución de los cuerpos de ciudadanos y campesinos que se ponían ocasionalmente en armas. Evolucionó hasta convertirse en el Ejército Realista que libró la guerra de Independencia. Pude decirse que se desmembró el 24 de agosto de 1821, en virtud de los Tratados de Córdoba. Los últimos integrantes fueron derrotados y expulsados del islote donde se asienta el Castillo de San Juan de Ulúa, el 23 de noviembre de 1825, por la flota comandada por don Pedro Sains de Baranda y Borreiro.

Si bien para 1825 México contaba con un ejército que cumplía una de las funciones primordiales de todo ejército nacional: la defensa del territorio, era el heredero de las turbas enardecidas por el cura don Miguel Hidalgo y Costilla. Cualquier persona que conozca la historia, sabe que lo que en principio fue el ejército insurgente logró sus primeras victorias por la sorpresa y el gran número de soldados improvisados que los débiles cuerpos de ejército defensores de la monarquía no pudieron exterminar, sucumbiendo a su vez literalmente aplastados por la multitud. Otro resultado fue el de ese ejército emergente, por ejemplo en la Batalla de Puente de Calderón y las batallas que se libraron en esa guerra encarnizada contra la insurgencia.

Los ejércitos formados posteriormente, que bregaron en pro o en contra de los intereses nacionales tienen su lugar en la historia. Bien por los del pro, mal por los que se aliaron a los intereses del conservadurismo y su idea de no salir del mundo oscuro heredero del Medievo.

Actualmente y por encima de todo, estos desfiles son únicamente la demostración de fuerza del Estado, que ha dado muestras fehacientes de que “ni nos mira ni nos oye”. Fuerza que está integrada por hombres y mujeres como el mítico sargento Mario Terán, de mi cuento “En el Regazo”: …evocaba los días de su gloria por esas mismas avenidas, marchando en la enorme columna de movimientos precisos, uniformes: como una larga oruga de incontables pies autónomos y a la vez ligados al cuerpo ejecutor de la sincronía marcada con el sonido monótono de los tambores que implacables ritmaban la marcha: un, dos; un, dos; dos; dos; dos; dos; dos: así hasta la desesperación del cansancio, el embotamiento de la insolación; hasta sentir los dedos, el arco y los talones hormigueantes por las botas opresoras de los pies inflamados; hasta sentirse incordiados,  hasta soportar con esfuerzo el doloroso peso del fusil sobre el hombro y el ángulo formado por el brazo, pero feliz por experimentar el goce del cuerpo sudoroso, como si él fuera toda la columna sin identidad, filas y filas de autómatas regidos por el golpeteo sobre los parches: hombres morenos, macizos, innumerables copias de rostros impasibles en su estampa indígena. Filas, cuerpos y rostros que eran mirados en silencio, como si ese silencio fuese capaz de impedir la futura transformación de aquella coreografía en el caos que verdaderamente encarnaban. Y él, en medio del aparato marcial y la música bélica, rebosaba satisfacción; no era ya Mario, minero del estaño: era Mario Terán, defensor de la patria contra las amenazas extranjeras, el mismo que con vanagloria saludaba con pasos contados y la cabeza en dirección al balcón donde encaramados, contemplaban los que se creían todo poderosos, apoyados por Marios, Juanes, Pedros, ó 273541; 439950; 190989: hombres o números. ¡Qué más da!  Pero útiles para reprimir, matar”.

En el cuento como en la realidad, Mario Terán sólo fue juguete en manos de intereses extranjeros. Hombres o números que nada tienen qué ver con la turbas de desarrapados, hoy olvidadas, que comenzaron su lenta y obstinada lucha por el ideal de la libertad, enfrentados a tropas con todos los elementos y la tecnología de su tiempo para causar exterminio, y que en nada se parecen a los sofisticados contingentes, que con pasos contados y la cabeza en dirección al balcón donde encaramados, (los) contemplan los que se creen todo poderosos.

Entonces, si hace cien años fue el pueblo raso, que con la idea clara o inducida de la libertad, lo dio todo. ¿No sería más deseable que el pueblo desfilara como muestra de júbilo por haber entendido, lo que nunca entenderá el soldado profesional: que únicamente se debe luchar, matar y morir para tratar de derrotar a la injusticia?

Además de la guerra sin pies ni cabeza en que están empeñados los más altos defensores de la Patria, ¿contra quién —como país— tratamos de hacer la guerra, para estar tan pertrechados, tan disfrazados de soldados norteamericanos?

 

16 de septiembre de 2011

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