¡Viva México cabrones! ¡La revolución no ha terminado!
LAS VERDADES DE PEROGRULLO
Edmundo López Bonilla
La contemplación del desfile militar de esta mañana en el Zócalo de la
ciudad de México, me hizo meditar en cómo el poder presente de apropia de
hechos pasados para su fasto y gloria; cómo el día 16 de septiembre se ha
convertido en una conmemoración que usan para sus propios fines, la presidencia
de la República , el ejército y la marina. Convirtiéndolos en otro Día del Presidente
que el sentir popular endilgó al 1° de septiembre de cada año, y que hoy por razones
personales del presidente en turno, se trasladó para el día siguiente con
salvas de aplausos semejantes a las de antaño y el mismo endiosamiento; otro
Día del Ejército que según las efemérides y el decreto se celebra formalmente
el 19 de febrero; otro Día de la Marina que por las mismas premisas, tiene su fiesta
el 1° de junio; otro Día de la Armada que tiene su homenaje el día 23 de noviembre y
hasta otro Día de la Fuerza Aérea Mexicana que recibe honores el 5 de febrero.
Este escrúpulo, es porque fue precisamente
contra un ejército de línea que el pueblo luchó, derramó su sangre, mató y
murió. El Ejército de la Nueva España se formó a partir de 1761, con el fin de rechazar los ataques de los
piratas que asolaban impunemente los puertos del país. Se trató de crear una
verdadera milicia profesional en sustitución de los cuerpos de ciudadanos y
campesinos que se ponían ocasionalmente en armas. Evolucionó hasta convertirse
en el Ejército Realista que libró la guerra de Independencia. Pude decirse que
se desmembró el 24 de agosto de 1821, en virtud de los Tratados de Córdoba. Los
últimos integrantes fueron derrotados y expulsados del islote donde se asienta
el Castillo de San Juan de Ulúa, el 23 de noviembre de 1825, por la flota
comandada por don Pedro Sains de Baranda y Borreiro.
Si
bien para 1825 México contaba con un ejército que cumplía una de las funciones
primordiales de todo ejército nacional: la defensa del territorio, era el
heredero de las turbas enardecidas por el cura don Miguel Hidalgo y Costilla. Cualquier
persona que conozca la historia, sabe que lo que en principio fue el ejército
insurgente logró sus primeras victorias por la sorpresa y el gran número de
soldados improvisados que los débiles cuerpos de ejército defensores de la
monarquía no pudieron exterminar, sucumbiendo a su vez literalmente aplastados
por la multitud. Otro resultado fue el de ese ejército emergente, por ejemplo
en la Batalla de Puente de Calderón y las batallas que se libraron en esa guerra
encarnizada contra la insurgencia.
Los
ejércitos formados posteriormente, que bregaron en pro o en contra de los
intereses nacionales tienen su lugar en la historia. Bien por los del pro, mal
por los que se aliaron a los intereses del conservadurismo y su idea de no
salir del mundo oscuro heredero del Medievo.
Actualmente
y por encima de todo, estos desfiles son únicamente la demostración de fuerza
del Estado, que ha dado muestras fehacientes de que “ni nos mira ni nos oye”.
Fuerza que está integrada por hombres y mujeres como el mítico sargento Mario
Terán, de mi cuento “En el Regazo”: “…evocaba los días de su gloria por esas mismas avenidas, marchando en la
enorme columna de movimientos precisos, uniformes: como una larga oruga de
incontables pies autónomos y a la vez ligados al cuerpo ejecutor de la
sincronía marcada con el sonido monótono de los tambores que implacables
ritmaban la marcha: un, dos; un, dos; dos; dos; dos; dos; dos: así hasta la
desesperación del cansancio, el embotamiento de la insolación; hasta sentir los
dedos, el arco y los talones hormigueantes por las botas opresoras de los pies
inflamados; hasta sentirse incordiados,
hasta soportar con esfuerzo el doloroso peso del fusil sobre el hombro y
el ángulo formado por el brazo, pero feliz por experimentar el goce del cuerpo
sudoroso, como si él fuera toda la columna sin identidad, filas y filas de
autómatas regidos por el golpeteo sobre los parches: hombres morenos, macizos,
innumerables copias de rostros impasibles en su estampa indígena. Filas,
cuerpos y rostros que eran mirados en silencio, como si ese silencio fuese
capaz de impedir la futura transformación de aquella coreografía en el caos que
verdaderamente encarnaban. Y él, en medio del aparato marcial y la música
bélica, rebosaba satisfacción; no era ya Mario, minero del estaño: era Mario
Terán, defensor de la patria contra las amenazas extranjeras, el mismo que con
vanagloria saludaba con pasos contados y la cabeza en dirección al balcón donde
encaramados, contemplaban los que se creían todo poderosos, apoyados por
Marios, Juanes, Pedros, ó 273541; 439950; 190989: hombres o números. ¡Qué más
da! Pero útiles para reprimir, matar”.
En el cuento como en la realidad, Mario Terán
sólo fue juguete en manos de intereses extranjeros. Hombres o números que nada
tienen qué ver con la turbas de desarrapados, hoy olvidadas, que comenzaron su
lenta y obstinada lucha por el ideal de la libertad, enfrentados a tropas con
todos los elementos y la tecnología de su tiempo para causar exterminio, y que
en nada se parecen a los sofisticados contingentes, que con pasos contados y la
cabeza en dirección al balcón donde encaramados, (los) contemplan los que se
creen todo poderosos.
Entonces,
si hace cien años fue el pueblo raso, que con la idea clara o inducida de la
libertad, lo dio todo. ¿No sería más deseable que el pueblo desfilara como
muestra de júbilo por haber entendido, lo que nunca entenderá el soldado
profesional: que únicamente se debe luchar, matar y morir para tratar de
derrotar a la injusticia?
Además
de la guerra sin pies ni cabeza en que están empeñados los más altos defensores
de la Patria , ¿contra quién —como país— tratamos de hacer la guerra, para estar tan
pertrechados, tan disfrazados de soldados norteamericanos?
16 de septiembre de 2011
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