domingo, 18 de septiembre de 2011

El liberalismo del movimiento estudiantil de 1968

El liberalismo del movimiento estudiantil de 1968
Por: *Roberto Escudero, Este País
Todo el mundo acepta que el movimiento estudiantil mexicano fue un movimiento por la democracia.
Que la democracia y sus valores (vigencia de la ley, igualdad ante ella, respeto a la ley suprema de la Constitución, por ejemplo), fueron nuestros grandes objetivos, perfilados desde un principio, cuando nos reuníamos y marchábamos hace ya cuarenta años. La finalidad del presente trabajo no es el elogio reiterativo y acrítico de nuestro movimiento, sino un modesto aporte, que naturalmente me gustaría discutir y que es, además, mi manera personal de conmemorar los cuarenta años. Quiero decir que tenemos razón al calificarlo como un movimiento muy amplio, que incluyó a vastos sectores estudiantiles y populares. ¿Pero fue sólo una lucha democrática? Mi respuesta es que no, no fue solamente democrática. Recuerdo que nuestro emblema era un círculo en el que se leían dos letras jugando con los colores rojo y negro –los colores universales de cualquier huelga, como era el caso– una “l” y una “d”, que eran las iniciales de “libertades democráticas”. Ese binomio de conceptos encerraba más problemas y aun contradicciones de los que podíamos sospechar en la época, pero que hoy, y desde hace ya muchos años, no es posible ignorar.
Llana y concretamente, el concepto de ”libertad”, en sentido estricto, no es un asunto intrínseco de la democracia, sino del liberalismo, del liberalismo político, desde luego, no del económico, distinción básica a la que regresaré. Un ejemplo me va a servir para definir al liberalismo político. Vale la pena recordar que el movimiento se gesta cuando a una reyerta callejera que tuvo lugar el 23 de julio de 1968, y que involucró primero a dos pandillas, Los Ciudadelos y Los Arácnidos y, después, a dos vocacionales del Instituto Politécnico Nacional y a una preparatoria privada, la Isaac Ochoterena, el gobierno responde con una represión desmesurada que alcanzó a profesores y alumnos. ¿Cuál fue el primer motivo de indignación para los estudiantes y para mucha gente que presenció la paliza de la Ciudadela? El abuso del poder.
Se define en pocas palabras al liberalismo político como la teoría y la práctica que pone límites al poder del Estado (así sea en su recubrimiento más exterior como el de la policía). Así ha sido definida, implícita o explícitamente, de Locke a Bobbio e Isaiah Berlin, pasando por Guillermo de Humboldt y Alexis de Tocqueville, para no citar más que a algunos de los clásicos. Y es bastante después del liberalismo político que se teoriza sobre (y se practica) la democracia.
Nosotros (me refiero a los miles y miles de participantes en nuestro movimiento) no pedíamos derechos positivos como nuestra participación en el poder, sea a través de uno de los partidos existentes, o de uno eventualmente creado por nosotros, ni siquiera que se respetara el voto de los ciudadanos, o la apertura de algún otro canal formalizado de participación.
Lo que pedíamos es que cesaran los abusos… ni más ni menos. Y el poder en México jamás permitió que se cuestionara su esencia autoritaria, no democrática, y el presidente Gustavo Díaz Ordaz no iba a ser la excepción. Nuestras grandes marchas, para las que no pedíamos ninguna autorización administrativa porque nos basábamos en el principio constitucional de libertad de manifestación, así como nuestras asambleas, eran de suyo un principio elemental de participación en la cosa pública, en la vida democrática del país. Sí, nuestro movimiento también fue democrático. Pero el leit motiv de nuestra acción, esas “ganas de no dejarse” que definió Monsiváis, eran, por definición, un cuestionamiento de los abusos del poder que se conoce como “liberalismo político”. Desde luego, el concepto no lo conocíamos. Tanto da. Nuestro actuar era básicamente dentro de los cauces del liberalismo político, era una contundente libertad negativa que exigía al gobierno y al Estado: “no hagas uso de la represión si no estás expresa y legalmente facultado para ello”. Es obvio que el abuso de poder –que siempre comienza con la actuación de una de sus formas más externas, represión policiaca, pero que nunca se sabe dónde acaba, cuando es el propio Estado con sus tres poderes y el ejército quien decide tomar a los estudiantes y a una parte del pueblo como su enemigo– no comienza con el 68 mexicano. Hablo sino de lo que experimenté por vivir en el centro de la ciudad de México. Desde la segunda mitad de la década de los cincuenta, pudimos observar cómo eran apaleados todos los movimientos obreros y populares que jalonaron el lustro: electricistas, petroleros, telegrafistas, maestros, y que culminaron en la gran huelga ferrocarrilera de 1958-59, también por supuesto reprimida y cuyos principales dirigentes, Demetrio Vallejo y Valentín Campa fueron encarcelados, junto con muchos otros, sin contar los presos que vendrían después.
Pero todos estos antecedentes son bastante indirectos –lo que los identifica con el 68 es el abuso ante gente invariablemente desarmada–, y los movimientos obreros tienen unas características y un tempo muy diferentes a las de otras clases sociales. Hay, sin embargo, un movimiento típicamente universitario, al cual debo llamar, como al del 68, de “clases medias”, a falta de un repertorio de conocimientos sociológicos más preciso, que fue el movimiento médico de 1965 y que, en esencia, luchaba por la conquista de un salario para los pasantes internos (de pregrado, en el lenguaje de los médicos), como se le otorga a cualquier otro grupo que trabaja; pero para conquistarlo tenían que despojarse de la tutela paternalista que les otorgaba “becas” y que, por lo tanto, les impedía algunos derechos básicos, que sí tendrán como asalariados.
Este movimiento, de dimensiones relativamente pequeñas, fue sin embargo altamente simbólico: los jóvenes y las jóvenes estudiantes y pasantes, vestidos completamente de blanco, impedían con cuerdas que cualquiera se agregara a sus marchas y maculara su pureza. ¿Ingenuo?, puede ser, pero de una integridad conmovedora que conquistaba a los que veíamos esta escena desde “afuera”.
El movimiento estudiantil de 68 superó con rapidez a este valioso antecedente. “Únete Pueblo” fue tal vez la primera consigna, rápidamente atendida por sectores cada vez más vastos de la población. Ésta era, por supuesto, una característica más bien democrática; pedíamos solidaridad porque sabíamos a nuestras demandas razonables y atendibles. Es más, había una coherencia y una solidez en los seis puntos del pliego petitorio que ilustran bien la vertiente liberal del movimiento. Esta coherencia a veces pasaba inadvertida porque no insistimos lo suficiente en las razones que nos llevaron a redactar así nuestras peticiones (nos faltó una labor pedagógico-política). Cuarenta años después no parece inútil hacerlo con la mayor precisión posible.
Tal vez encuentre el lector hallazgos históricos. Como mi análisis del pliego petitorio no será en orden estricto, vale la pena transcribirlo íntegro: 1) libertad a los presos políticos; 2) destitución del general Luis Cueto Ramírez, así como del teniente coronel Armando Frías; 3) extinción del cuerpo de granaderos, instrumento directo de la represión y no creación de cuerpos semejantes; 4) derogación del artículo 145 y 145 bis del Código Penal Federal (delito de disolución social), instrumentos jurídicos de la agresión; 5) indemnización a las familias de los muertos y a los heridos que fueron víctimas de la agresión desde el viernes 26 de julio; 6) deslinde de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades a través de policía, granaderos y ejército. Libertad a los presos políticos. Esta demanda históricamente era la más sentida para la izquierda mexicana (el Consejo Nacional de Huelga, que formuló el pliego petitorio, era casi en su totalidad parte de esa izquierda). Todos los presos políticos habían sido encarcelados en el llamado Palacio Negro de Lecumberri, por encima de las más elementales formas jurídicas. En un país con un cuerpo de abogados atento e imparcial, se habría provocado la vergüenza de todos ellos. Muy pocos se sonrojaron.
Líneas arriba mencioné el encarcelamiento de Demetrio Vallejo y Valentín Campa que habían determinado el primer punto del pliego petitorio; pero había muchos más presos políticos, el más conocido era el pintor David Alfaro Siqueiros, pero estaban también don Filomeno Mata, y decenas más, todos ellos acusados del delito de disolución social. Como el segundo y el tercer puntos casi se explican por sí mismos, la destitución de los generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea Cerecero, así como la del teniente coronel Armando Frías, quienes habían comandado la represión; y la desaparición del cuerpo de granaderos, que comandaba precisamente Armando Frías (¿quién no los recuerda ensañándose contra todas las personas que encontraban a su paso?), intentaré explicar el punto cuarto de nuestro pliego petitorio: derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal (delito de disolución social), instrumentos jurídicos de la agresión.*
El delito de disolución social fue aprobado por la Cámara de Diputados en octubre de 1941, cuando ya habían comenzado las hostilidades de la segunda guerra mundial, pero tal como se indica en las consideraciones de la Segunda Comisión de Justicia, que presenta tal delito, éste tenía un destinatario bien específico: la posible quinta columna nazi-fascista que era más que probable que existiera o fuera a existir en nuestro país, pues ya habían sacado la cabeza simpatizantes de Alemania. Además, menos de un año después, México declaró la guerra a las potencias del Eje. En el ambiente estaba, pues, la amenaza nazi y no la de la izquierda. El proyecto de ley para el delito de disolución social provino del presidente Manuel Ávila Camacho y no de los diputados. Se dice claramente en las consideraciones de la iniciativa que la razón era la segunda guerra mundial y la consecuente amenaza nazi-fascista en México: “Como razones en apoyo de la iniciativa, se cita en primer lugar, el deseo del Ejecutivo de la Unión para cumplir con su función constitucional de velar por la conservación de la paz interior y exterior del país en las presentes circunstancias que prevalecen en la humanidad, contando con un instrumento jurídico respetable de seguridad social, dentro de los principios democráticos de nuestra Constitución; y en segundo lugar, se señalan las enseñanzas obtenidas por la experiencia de lo acontecido a diversos países del hemisferio occidental en los que, mediante una serie de actividades de franca disolución social, se ha preparado su invasión y se han visto privados de existencia en el concierto de los pueblos libres por golpes de mano apoyados por la fuerza, y preparados en plena paz, con ayuda a favor de los agresores, de individuos y organizaciones que, gozando de las garantías compatibles con la legislación existente obtuvieron, previamente a las acciones militares, informes, datos y secretos militares; y ejercieron propaganda para preparar moralmente a los pobladores, asegurando de antemano la pasividad, y aun la cooperación de los mismos.”1 Aquí, nuestra Segunda Comisión de Justicia mata dos pájaros de un tiro: justifica expresamente el delito de disolución social y, en las líneas finales, la reforma del delito de espionaje, que también era una iniciativa del general Ávila Camacho. Algunos diputados comentaron favorablemente la iniciativa, en el mismo sentido antinazi que ya conocemos. Alberto Trueba Urbina aseveraba (era diputado, ¿no?): “Los nuevos postulados están a la vista con la tragedia que vive Europa; tragedia de dolor, de opresión a los pueblos, que debemos tomar muy en cuenta para el presente y para el futuro. No nos debe pasar a nosotros lo que les pasó a las naciones civilizadas, pero militarmente débiles, de la vieja Europa: sus propios connacionales, los extranjeros, los quintacolumnistas, prepararon la invasión y la opresión de sus pueblos.”2
Y el diputado José Gómez Esparza: “La lucha armada en el viejo continente, en la que se gesta una nueva forma de vivir y de donde surgirá seguramente una nueva fórmula político-social, nos ha venido comprobando que países considerados de primera línea, fueron sucumbiendo paso a paso precisamente por la imprevisión de acontecimientos que han venido a demostrar que fueron movidos por deseo de expansión totalitaria y por deseo de conquista económica.”3
Vale la pena subrayar que para los legisladores el delito de disolución social era un delito político, y tanto más, recordar el hecho de que ninguna persona filonazi o de derecha fue acusada por ese delito, y peor aún, que ese delito se enderezó contra los militantes de la izquierda, precisamente a los que no iba dirigido ni en las intenciones del presidente, ni en las de los legisladores. Sin embargo, deben haber razonado: si el delito estaba allí, había que aplicarlo. Y así fueron cayendo sucesivos personajes de la izquierda, víctimas de un delito que debió haberse derogado en cuanto pasó la guerra, y con ella, la amenaza de la quinta columna. El hecho es que el delito de marras, junto con el de espionaje (que, dicho sea de paso, parecía tener mayor sentido, estaba mejor tipificado y, en verdad, no se debe espiar para el enemigo) se promulgó el 14 de noviembre de 1941, cuando ya nos encontrábamos a punto de entrar a la segunda guerra mundial, cosa que ocurrió en mayo de 1942. El punto 5 del pliego petitorio se explica por sí mismo: indemnización a las familias de los muertos y los heridos que fueron víctimas de la agresión desde el viernes 26 de julio en adelante. Y aunque el punto 6 también es muy claro (deslindar responsabilidades en los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades a través de policías, granaderos y ejército), creo que vale la pena mencionar que se conecta con el punto 2, en el que se pide la destitución de los jefes policiacos represores; en el último punto se exige el deslinde de responsabilidades de las autoridades civiles que ordenaron la represión de los policías y del ejército, que participaba en tiempos de paz. Se está pidiendo también castigo a los responsables de la represión.
Además de la consistencia interna del pliego petitorio, otra de sus características es que todos los puntos eran defensivos: contra el abuso de poder, no nada más éste o aquel gobierno de determinado sexenio, sino del Estado mismo; era una defensa de derechos y libertades conculcados que, en estricto sentido, pertenecen, por definición, al liberalismo, no a la democracia. Como estas argumentaciones no son de carácter filosófico-político, sólo quisiera recordar que el valor por excelencia de la democracia es la igualdad, y el del liberalismo político es la libertad; por eso el paradigma que subsiste como superior de la organización social es el de la democracia liberal, contando con todos los peligros y aun la difícil coexistencia que entrañan ambos conceptos.
Por ejemplo, aunque el “diálogo público” que pedíamos con las autoridades no formaba parte del pliego petitorio, sí era el sustento democrático del mismo: las dos partes en conflicto discutiendo en pie de igualdad el pliego y algunos otros puntos que surgieran en la mesa de la discusión. Pero a 40 años del movimiento, bien puedo repetir lo que ya he dicho en otras ocasiones, no obstante que la idea del “diálogo público” era en verdad un gran acierto, nuestra manera de encararlo fue a veces desastrosa. Se llegó al punto en el que un representante del gobierno se comunicó por teléfono con el Consejo Nacional de Huelga, se identificó y explicó que quería simplemente establecer un primer contacto para estudiar los requisitos y el modus operandi del diálogo mismo. Entonces el Consejo se embarcó en una de sus muchas discusiones tan desgastantes como estériles… ¡Se discutió si un telefonazo podía ser considerado parte del diálogo público!
Me parece que si, en un cierto sentido, el asambleísmo, que tenía su máxima expresión en el Consejo Nacional de Huelga, fue una práctica en la que todos nos fogueamos, hasta los que teníamos más experiencia, en otro sentido fue una rémora para el movimiento Se pudo lograr que decisiones vitales, como la del diálogo público, se tomaran, previa discusión, por un reducido comité, que contestara en poco tiempo asuntos como el de la llamada telefónica. Otros asuntos de carácter práctico, como determinar el día de las marchas y sus características, de todas maneras eran tomados por este reducido comité cuyos nombres están en boca de todos. En materia democrática, en lo que concierne a las grandes decisiones, las que dibujan el rumbo estratégico de una lucha, nos encontrábamos un poco atrasados. En materia de liberalismo político, me parece, nos fue mejor. Dijimos claramente al gobierno que no pusiera obstáculos (ésta es la definición más antigua que conozco de “libertad negativa”, la del gran Thomas Hobbes) al ejercicio legal de derechos. Se me replicará que todo esto derivó en el monstruoso crimen de Estado del 2 de octubre. Mi respuesta es que nadie sabía que para allá íbamos y que no podía ser previsto, por nadie, ni siquiera por los elementos estatales no directamente involucrados.
Y, así, previamente al 2 de octubre, actuamos bien el liberalismo político. Por razones obvias, hablo de éste y no de liberalismo económico, pues aunque ambos tienen en común imponer límites a la actividad del Estado, no es lo mismo limitar al poder para actuar multifacéticamente, siempre que no limitemos los derechos de los demás (otra vez, la libertad negativa, como consta en el capítulo correspondiente de todas las constituciones democrático- liberales del mundo), y otra cosa es poner límites al Estado para que se desarrolle sin trabas la libertad económica. En el italiano, por ejemplo, no existe esta confusión, hay dos términos distintos para ambas esferas: liberismo para la económica, liberalismo para la política.
Líneas arriba quise explicar que todos los puntos del pliego petitorio eran defensivos; nos defendían del poder, por eso, sin saberlo, reivindicábamos la libertad negativa. Me repito porque viene a cuento una cita de Sartori que es muy precisa: ”Acostumbramos denominarla ‘libertad negativa’, pero yo prefiero denominarla, más exactamente, libertad protectora o defensora, pues aquel predicado posee un sentido peyorativo y además contribuye a que se le considere como una libertad de inferior categoría.” 4 Ironías de la historia, a los presos políticos del 68 ya no se les acusó del delito de disolución social que, finalmente, fue derogado en 1971. Como se ve, tal fue el impacto positivo del punto cuatro del pliego petitorio.
Una tercera corriente flotaba (creo que es la palabra que más le conviene) en el ambiente del movimiento del 68: el socialismo. Ya he dicho que varios de los miembros del CNH militábamos en organizaciones de izquierda. Me faltaba añadir que tales organizaciones eran comunistas. Pero para muchos de nosotros, sin el socialismo de raigambre marxista y su perspectiva, la lucha democrática se perdía en pura formalidad (como si lo formal fuera falso, lo opuesto a lo verdadero) y en vacuidades. Éste era un profundo error, al menos de mi parte, y de ninguna manera se debe a la influencia que desempeñó José Revueltas en el Comité de Lucha de Filosofía y Letras. Él era quien tenía las cosas claras y no desdeñó a la democracia durante el movimiento. Yo sí.
El movimiento del 68 abrió perspectivas para otros actores en nuestro país, aunque cada quien se hace responsable de sus actos. Nosotros, en 1968, nunca molestamos, nunca provocamos mayores dificultades a los transeúntes durante los meses en los que se extendió la resistencia. Los que recientemente hicieron esto no son herederos del movimiento de hace 40 años. Nunca obedecimos sin chistar a un líder por carismático que fuera, como lo hacen de algunos años a esta parte con Andrés Manuel López Obrador. Todavía está por estudiarse por qué la conciencia activa de la ciudad a la que aludía más arriba, siguió a pie juntillas a este personaje (multiplicando los contingentes del 68, ciertamente), con un repertorio tan exiguo de conceptos.
En resumen, el símbolo encerrado en un círculo, con las iniciales de las “libertades democráticas”, que, por cierto, fue el proyecto vencedor de un concurso al que convocó el Comité de Lucha de Arquitectura, es un símbolo que nos dice con exactitud qué se quería, aunque no se conociera ni el concepto de “liberalismo político”. Más aún, ni se sabía del concepto, ni se sabe, ni se quiere saber en ciertos círculos, aun ilustrados. Pero puede ser hora de iniciar una discusión al respecto. En México hay más liberales de lo que pudieran sugerir las discusiones políticas coyunturales. En cuanto al socialismo, éste no tiene por qué arriar banderas, pero debe actuar sobre la base de la crítica de las monstruosidades que en su nombre engendró el siglo XX, y de las ridiculeces, y también los peligros, que está engendrando el “socialismo bolivariano” en el sur del continente americano. Me parece que la socialdemocracia todavía no ha dicho la última palabra.
Ahora y aquí, hay otros temas que están en el orden del día: acabar de construir el armazón democrático, las nuevas instituciones que reclaman las nuevas realidades. El aparato político que correspondía al longevo autoritarismo priista aún no se acaba, pero tampoco se acaban de perfilar instituciones que tomen en cuenta un hecho básico: nuestra democracia es muy incipiente y con añejos y nuevos problemas. Algunos ya la cuestionan; para mí, habrá que fortalecerla, entre otras cosas, para que el país no se desordene a la vista de un hecho elemental: cualquiera de los tres grandes partidos puede ganar las próximas elecciones intermedias o las siguientes elecciones presidenciales. En lo social, hay hechos que no se pueden seguir postergando: la creación de instituciones eficientes y relativamente poco costosas que comiencen a suprimir en serio no sólo la pobreza, sino también el flagelo de las desigualdades que caracterizan al país en el contexto crecientemente omnipresente de la globalización, en cuyos efectos, positivos y negativos, no se ha profundizado. Pero, para enfrentar estos retos, necesariamente hay que crecer y el país no lo ha logrado. Quizá la razón de más peso es que no han podido innovar, ni el Estado ni los empresarios, como lo dice inteligente e imaginativamente José Casar.5 En fin, algunas de estas reivindicaciones ya estaban contenidas in nuce en el movimiento de 1968, otras no. Pero los que participamos en aquellas jornadas podemos ofrecer nuestra modesta opinión.

* “Artículo 145. Se aplicará prisión de dos a seis años al extranjero o nacional mexicano que, en forma hablada o escrita, o por cualquier otro medio realice propaganda política entre extranjeros o entre nacionales mexicanos, difundiendo ideas, programas o normas de acción de cualquier gobierno extranjero que perturben el orden público o afecte la soberanía del Estado Mexicano. Se perturba el orden público, cuando los actos determinados en el párrafo anterior tiendan a producir rebelión, sedición, asonada o motín. Se afecta la soberanía nacional cuando dichos actos ponen en peligro la integridad territorial de la República, obstaculicen el funcionamiento de sus instituciones legítimas o propaguen el desacato de parte de los nacionales mexicanos a sus deberes cívicos.
Se aplicará prisión de seis a diez años al extranjero o nacional mexicano que, en cualquier forma, realice actos de cualquier naturaleza que preparen material o moralmente la invasión del territorio nacional, o la sumisión del país a cualquier gobierno extranjero. Cuando el sentenciado en el caso de los párrafos anteriores
sea un extranjero, las penas a las que antes se ha hecho referencia se aplicarán sin perjuicio de la facultad que concede al Presidente de la República el artículo 33 de la Constitución.
Artículo 145 bis. Para todos los efectos legales se considerarán como de carácter político, los delitos consignados en este título, con excepción de los previstos en los artículos 136 y 140.”
1 Diario de debates, Legislatura XXXVIII, año II, periodo ordinario, núm. 9, 10 de octubre de 1941, p. 6.
2 Ibid., p. 12.
3 Ibid., p. 16.
4 Sartori Giovanni, Teoría de la democracia, Alianza Editorial, Madrid, España, 1998, p. 371.
5 El propio título del artículo de Casar expresa su penetración: “Inventar el crecimiento” y apareció en Nexos, núm. 338, febrero de 2006.
Agradezco la eficiente labor de hemeroteca que realizó Carlos Estrada Haasmann, con quien también discutí conceptos clave de este trabajo.

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